¿Añaden al Evangelio los llamados al altar?

Author:

Matthew M. Kennedy

Article ID:

JVP2304MKSP

Updated: 

Oct 3, 2023

Published:

Apr 5, 2023

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Traductor: Manuel Bento


Mi esposa, Anne, no es capaz de recordar un momento en que no haya conocido y confiado en Jesús. Fue criada por padres misioneros en una aldea rural de África occidental. Fue bautizada como anglicana en la infancia, y en el transcurso de su niñez, la fe de sus padres, aquella en que la criaron, se convirtió en la suya propia. Si invitaran a Anne a compartir su testimonio ante su congregación, es posible que la gente se fuese a casa decepcionada. No contaría escabrosos detalles de su disoluta vida antes de la conversión, porque nunca tuvo una vida como esa y para ella no hubo un momento único de conversión.

A pesar de lo aburrido de su historia, siempre ha evocado en mí una envidia de remordimiento. Soy un converso. Recuerdo con vergonzosa claridad los pecados de mi pasado que fueron particularmente atroces y, aunque sé que han sido perdonados, aún continúan atormentando mi conciencia. Recuerdo el momento de mi conversión; el conocimiento seguro, consolador, de comprensión rápida y, sin embargo, misterioso de que Jesús había escuchado mi súplica por misericordia, me había quitado la culpa y me había recibido como suyo. Los sueños oscuros y la culpa pesada e implacable que había soportado y con la que había vivido desde que tenía uso de razón, dieron paso, de repente y sin lugar a duda, a un alivio y paz que nunca había creído posibles. Desde entonces, nunca he vuelto a ser el mismo.

No había nadie en el momento de mi conversión. Estaba solo en mi apartamento. Había estado escuchando un sermón del Dr. R. C. Sproul en la radio de mi coche de camino a clase unos días antes. No recuerdo exactamente lo que dijo, y en los años transcurridos desde entonces, no he sido capaz de identificar una grabacqión única; pero, mientras escuchaba, la desesperada condición de mi alma se vio forzada a pasar al primer plano de mi conciencia (del cual antes había logrado desterrarla), y mis pecados, quedando al desnudo, se volvieron insoportables. Entonces llegó la noticia de que Dios se hizo hombre en Jesús para redimirme y sanarme; que Jesús llevó incluso mis pecados más viles sobre sí mismo y su cruz, y cargó allí con la pena por ellos. Que Dios, al tercer día, resucitó a Jesús de entre los muertos. Y después vino la invitación: si me apartaba de mí mismo y confiaba en Jesús y en su obra, Él me libraría de la condenación, me perdonaría y me concedería un nuevo tipo de vida que culminaría con mi propia resurrección y nunca terminaría. Todo aquello sonaba tan familiar y, sin embargo, extrañamente nuevo y dulce. Aquel mensaje caló en mi alma hasta que, varios días después, caí de rodillas en mi habitación y le pedí a Jesús que me salvara, me perdonara y me hiciera suyo. Y así lo hizo.

Conversión y fe. Quizás esta ha sido una forma demasiado autobiográfica de abrir un debate sobre las conversiones y, en particular, sobre el uso del llamamiento al altar para producirlas o, al menos, generar las condiciones para que estas se produzcan. Pero, al ser un converso, tengo una experiencia personal con la conversión. ¿Qué se entiende por «conversión»? Reduciéndola a sus más básicos elementos, una conversión tiene lugar cuando alguien que nunca ha creído en Jesús se vuelve, cree y confía en Él. Clásicamente, la verdadera fe y, por tanto, la verdadera conversión, incluyen tres aspectos: conocimiento, acuerdo y confianza.1 En primer lugar, debe conocerse lo que la Biblia revela sobre la vida, muerte y resurrección de Jesús por los pecadores y, en segundo lugar, estar de acuerdo en que lo revelado es verdad. Sin embargo, el conocimiento y el acuerdo, aunque necesarios y buenos, son insuficientes por sí mismos. Satanás y sus demonios poseen ambas cosas y, como dice Santiago, tiemblan (Stg 2:19). Como señalan muchos comentaristas, una cosa es estar persuadido de que una silla es suficiente para soportar tu peso, y otra es sentarse y descansar en ella. Ese descanso es lo que las Escrituras entienden por confianza o creencia. La confianza es el eje y fundamento de la conversión. El verdadero converso, viendo que son vanos, abandona toda confianza en sus propios esfuerzos o merecimientos y se arroja a los brazos de Cristo, confiando todo su ser a Jesús y a su obra salvadora. A esta confianza en Jesús subyace una profunda conciencia de la condición desesperada e irreparable de la propia alma del converso. El verdadero converso no viene a Jesús buscando mejorar una existencia que básicamente ya está bien ajustada. Viene como un mendigo, pobre y necesitado, como el hijo pródigo que vuelve a su padre o el recaudador de impuestos que se golpea el pecho en el templo, creyendo que solo el Señor puede salvarle (Lc 15, 11-23; 18, 9-14).

Los llamados al altar. El que los que no creen se conviertan a la fe verdadera ha sido una constante oración de la iglesia desde la era apostólica. Todo predicador espera que Dios se sirva de su predicación para conseguirlo. En el contexto de esta esperanza ha surgido la práctica del llamado al altar. La mayoría de los lectores estarán familiarizados con esta práctica, pero quizás no todos. Así que esbozaré dos de los métodos más comunes. El primero, popularizado por Billy Graham, tiene antecedentes que se remontan al siglo XIX y a la «banca ansiosa» de Charles Finney (del que hablaré más adelante). Billy Graham solía predicar un encendido sermón en el que dedicaba buena parte de su tiempo a pedir a sus oyentes que midieran sus propias vidas según los requisitos de la ley de Dios. Luego, cuando sus advertencias sobre el juicio de Dios y el infierno alcanzaban su crescendo, hablaba de la vida, muerte y resurrección de Jesús y de la oferta de salvación y perdón a todos los que creen. La primera vez que escuché un sermón de Billy Graham después de mi conversión, reconocí en gran medida el mismo mensaje que había escuchado del Dr. Sproul. Pero el momento culminante del sermón del Dr. Graham era su invitación a pasar al frente. Caminar desde tu asiento hasta la parte delantera del escenario (el altar figurado) se presentaba como el signo exterior y visible de tu decisión interior de entregar tu vida a Jesucristo.2 Miles de pequeñas iglesias locales continúan utilizando este método del llamado al altar en su programación dominical habitual.

Un segundo método, quizás más popular, también requiere una respuesta activa por parte del oyente, pero es menos público. El predicador proclama la ley y el evangelio, y presumiblemente tras su sermón, pide a toda la congregación que incline la cabeza y cierre los ojos. Luego solicita que aquellos que están dispuestos a arrepentirse y volverse a Jesús levanten la mano. Después, los lleva, normalmente mientras siguen sentados, a alguna versión de la «oración del pecador». El predicador ve quién levanta la mano y presumiblemente en algún momento el resto de la congregación lo sabrá, pero, por el momento, el acto queda entre él, los que levantan las manos y Dios.

En ambas formas de llamamiento al altar, encomendar tu vida a Cristo implica algún tipo de acto más o menos público. En cierto sentido, esto no es nuevo. Cuando Pedro predicó a las multitudes en Jerusalén el día de Pentecostés y les llamó a cuentas por su participación en la crucifixión de Jesús, persuadiéndoles por las Escrituras de que Jesús es el Cristo y de que Dios le había resucitado de entre los muertos, 3000 personas quedaron «compungidas de corazón». Preguntaron: «Hermanos, ¿qué haremos?». Pedro respondió: «Arrepentíos y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados» (Hch 2:37-38).4 Pedro presentó el bautismo como señal visible externa de que habían sido limpiados y perdonados interiormente. Esto estaba en consonancia con el encargo de Jesús a Pedro y a toda la iglesia: «Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra. Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo» (Mt 28:18-19).

Una falsa necesidad. Aunque el Bautismo es el medio por el cual Jesús promete lavar y regenerar a los fieles y, por tanto, llamar a los conversos a bautizarse es una parte vital y, de hecho, requerida de la tarea de la iglesia, no hay ninguna promesa o requisito ligado al llamamiento al altar. Se plantea, pues, la cuestión de si esta práctica puede añadir algo que sea gravoso o que distraiga de forma innecesaria. ¿Qué ocurre, por ejemplo, con la persona que es compungida en el corazón, llevada al arrepentimiento y a una fe genuina por la proclamación del Evangelio, pero que es demasiado tímida para levantarse de su asiento y pasar al frente? ¿Y a la persona que cree en el Evangelio, pero es demasiado introvertida para levantar la mano? Supongo que la mayoría de los predicadores que emplean el llamamiento al altar estarían de acuerdo en que la persona que cree, pero no pasa al frente está tan verdaderamente convertida como la que sí lo hace. Pero si es así, ¿por qué añadir el llamamiento al altar? Podríamos argumentar que pasar al frente o levantar la mano permite a la iglesia identificar al converso y comenzar la obra del discipulado, pero se podría decir con la misma facilidad: «Si has recibido a Cristo hoy, por favor ven y háznoslo saber después del servicio, para que podamos ayudarte con los siguientes pasos».

El llamado al altar, incluso cuando predicadores fieles como Billy Graham lo usan, presenta un falso dilema y una carga adicional. La verdadera crisis a la que el pecador inconverso debe enfrentarse es la santidad de Dios y el juicio venidero del Señor, en contraposición a la miserable condición de su propio corazón y vida (Ro 3:10-20). La única gran solución a dicha crisis es la fe en Jesucristo (Ro 3:21-22). El dilema no es levantarse y caminar hacia adelante o levantar la mano. Añadir el llamamiento al altar al llamamiento a la fe en Cristo o, peor aún, presentar como si fuera equivalente a la fe en Cristo el tener una respuesta positiva al llamamiento al altar, confunde lo que es necesario con lo que es superfluo. La persona que no responde levantando la mano o acercándose puede llegar a preguntarse si la fe es suficiente.

De hecho, obsérvese el «si/entonces» en el siguiente llamamiento al altar. «Si te has dado cuenta de que te encuentras en ese punto de vergüenza y humillación», dice el pastor Paris Ragan, hablando a la abarrotada iglesia Family Worship en Baton Rouge, «pero estás dispuesto… para cambiar tu vergüenza por sus aguas vivas. Y si esta noche ese eres tú, quiero que levantes la mano en cualquier lugar que estés, si quieres aceptar a Jesús».5

¿Qué debes hacer si quieres recibir a Jesucristo según el Pastor Ragan? Levantar la mano. Momentos después, el Sr. Ragan llama a los que han levantado la mano a que «bajen a estos altares», es decir, a la parte delantera del escenario. No me cabe duda de que el Sr. Ragan cree que los pecadores son justificados por la fe y no acercándose a los altares, pero ¿dónde deja su llamado a los altares a la persona que está verdaderamente convencida y cuyo corazón clama a Jesús por misericordia, pero que no levanta la mano ni se acerca? ¿No es posible que esa persona se sienta perdida?

¿Garantía transaccional? Añadir un llamado al altar a la proclamación del evangelio presenta un problema adicional. Aquellos que no han sido convencidos de sus pecados y/o no confían en Cristo pueden levantar sus manos o ir hacia delante, poniendo su confianza en el acto mismo como una especie de garantía transaccional de la salvación. Además, dado que el llamado con frecuencia va acompañado por música con gran carga emocional, la decisión a hacerlo bien puede ser de una especie similar a la decisión de comprar, después de una hábil estrategia de ventas, algún producto que después resultará innecesario.

La banca ansiosa. Estos mismos problemas (y otros) se notan desde hace mucho,6 junto con la práctica que es la raíz de la que surgió el llamado al altar, la de la banca ansiosa.7 Durante la primera mitad del siglo XIX, Charles Finney desarrolló lo que llegó a conocerse como los «nuevos métodos». Finney creía y enseñaba que el avivamiento no era, como se había creído anteriormente, un suceso puramente divino que Dios provocaba según su voluntad secreta cuando quería, utilizando los medios regulares de la ley y el evangelio. Los predicadores podían provocar conversiones de forma fiable y constante empleando métodos diseñados para llevar a las personas a una crisis de decisión. Con respecto a la condición de la mente y la voluntad humanas, Finney rechazó muchos pilares del protestantismo ortodoxo. Enseñaba que el pecado original no dejaba al ser humano en un estado de impotencia. Un pecador podía elegir cambiar su vida aparte de la gracia regeneradora, y llegar a ser justo. Los pecadores no eran justificados ante Dios sólo por la fe debido a la justicia imputada de Cristo, sino convirtiéndose en hombres y mujeres verdaderamente buenos por una elección libre de la voluntad. Jesús no vino a ofrecerse como sacrificio vicario para el perdón de los pecadores, sino a dar un ejemplo de pureza y piedad que todo pecador puede elegir seguir, obteniendo así la vida eterna.8

Para Finney el problema descansaba en llevar a la persona hasta el punto de decisión. ¿Cómo persuadir a la gente para que sea buena y haga el bien? La clave está en el corazón o, mejor dicho, en las emociones. Los pecadores deben llevarse a un estado tal de temor y temblorosa tristeza por la condición disoluta de sus vidas, que decidan cambiar personalmente. Esa resolución, si está alimentada por una pasión suficiente, llevará al pecador a transformar su vida.9 La banca ansiosa se propuso como uno de los mejores medios para lograr ese fin, ya que proporcionaba un acto exterior y público para galvanizar el compromiso interior. Consistía en una banca o un banco colocado justo delante o cerca del púlpito. Mientras el predicador predicaba, los que se sentían movidos por la ansiedad sobre el estado de sus almas eran invitados a acercarse y sentarse en esa banca. El predicador dirigía entonces sus exhortaciones hacia ellos, instándoles a dejar atrás el pecado y abrazar una nueva vida de santidad personal. La banca ansiosa, al igual que el llamamiento al altar, se adornaba con una predicación cargada de emoción y música destinada a azotar a los oyentes con un fervor apasionado, que impulsaba a muchos a avanzar, creyendo que su salvación dependía de ello. El contemporáneo John William Nevins escribe:

Los pecadores son exhortados a acudir a la banca ansiosa como si su vida dependiese de ello, utilizando precisamente las mismas consideraciones que debían ejercer fuerza para llevarlos a Cristo, y que no podían tener fuerza alguna en este caso, si no se vieran confundidos en mayor o menor medida con esa otra idea. La carga de todo esto se presenta en el hermoso (aunque muy prostituido) himno que suele cantarse en tales ocasiones: Come humble sinner (Ven, humilde pecador). Todo esto se hace consistir, con todo el peso que el predicador puede poner en ello, en la cuestión de acudir a la banca ansiosa. Se hace todo tipo de esfuerzo para encerrar la conciencia del pecador en esto, para hacerle sentir que debe venir o correr el riesgo de perder su alma.10

Incluso a manos de predicadores ortodoxos, tal y como Nevins apunta, la banca ansiosa alimentó muchas conversiones falsas que llevaron a grandes cargas por una presión innecesaria sobre aquellos que sentían verdadera convicción, pero no el deseo de exponerse ante otros.11 El llamado al altar, nacido de la banca ansiosa de Finney, replica sus cargas y las coloca sobre los hombros de las mujeres y hombres modernos.

Fe por medio de la palabra de Cristo. El medio por el que Dios promete traer a los pecadores a sí mismo no es por el llamado a sentarse en una banca, levantar la mano, o caminar hacia delante, sino por predicar el evangelio. «La fe», escribe el apóstol Pablo, «es por el oír, y el oír por la palabra de Dios» (Ro 10:17). Es decir, Dios es el que produce el verdadero oír y la fe por las buenas nuevas acerca de la vida, muerte y resurrección de Jesús para salvar a los pecadores. Santiago también identifica a Dios, no a las emociones o decisiones humanas, como autor de la salvación. «Él [Dios], de su voluntad, nos hizo nacer por la palabra de verdad» (Stg 1:18). Predicar a Cristo comienza con la predicación de la ley por la que Dios desnuda y expone el corazón pecaminoso, y lleva a la conciencia la necesidad de perdón y salvación. Entonces, Cristo se ofrece en el evangelio como Salvador y bálsamo a una conciencia y a un corazón desnudo como este. Aunque no hay duda de que Jesús ha rescatado a muchos pecadores que han pasado al frente o levantado sus manos, el llamado al altar impone una falsa necesidad y un acto potencialmente engañoso para uno mismo que se interpone entre el pecador y su única esperanza que es la fe solo en Jesucristo.

El reverendo Matthew M. Kennedy es rector de The Church of the Good Shepherd en Binghamton, Nueva York.

NOTAS

  1. Guy Richard, «What Faith Is and Is Not», Renew Your Mind, 25 de mayo de 2013, https://www.ligonier.org/learn/articles/what-faith-and-not.
  2. Para un buen ejemplo, véase «Surrender to Christ (debe verse) — Dr. Billy Graham», Prayer Mansion, video de YouTube, 4:18, 6 de marzo de 2018, https://www.youtube.com/watch?v=qYL2ZuLwVXQ.
  3. Personal de Crosswalk, «The Sinner’s Prayer — 4 Examples for Salvation», Crosswalk, 6 de Agosto de 2020, https://www.crosswalk.com/faith/prayer/the-sinners-prayer-4-examples.html.
  4. Todas las citas de la Escritura tomadas de la RVR60.
  5. Paris Ragan, «Salvation Altar Call — FWC Family Camp Paris Ragan», SonLife Broadcasting Network, video de YouTube, 8:16, 21 de Julio de 2021 https://www.youtube.com/watch?v=pPzbN3LRQuk.
  6. D. Martyn Lloyd-Jones, «Dr. Lloyd-Jones on the Altar Call», Banner of Truth, 21 de Junio de 2003, https://banneroftruth.org/us/resources/articles/2003/dr-lloyd-jones-on-the-altar-call/.
  7. Thomas Kidd, «A Brief History of the Altar Call», The Gospel Coalition, 24 de julio de 2017, https://www.thegospelcoalition.org/blogs/evangelical-history/a-brief-history-of-the-altar-call/.
  8. Michael Horton, «The Disturbing Legacy of Charles Finney», Monergism, 2021 https://www.monergism.com/disturbing-legacy-charles-finney.
  9. Horton, «The Disturbing Legacy of Charles Finney».
  10. John Williamson Nevin, The Anxious Bench (1845; Chambersburg, PA: Weekly Messenger), 52–53, Kindle edition.
  11. Nevin, The Anxious Bench, 53–61. 
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