Cristo o Lucrecio: La Naturaleza y el Dios de la Naturaleza en los poemas de Mary Oliver

Author:

Stephen Mitchell

Article ID:

JAF2303SMSP

Updated: 

Oct 3, 2023

Published:

Mar 1, 2023

Este artículo es una exclusiva en línea de Christian Research Journal. Para más información o para suscribirse al Christian Research Journal, haga clic aquí.

Al suscribirse al Christian Research Journal, se une al equipo de suscriptores impresos cuyas suscripciones de pago ayudan a proporcionar los recursos en equip.org que ministran a personas de todo el mundo. Estos recursos incluyen nuestra creciente base de datos de más de 1,500 artículos, así como nuestro podcast gratuito Postmodern Realities.

Otra forma de apoyar nuestros artículos en línea es dejándonos una propina. Una propina es una pequeña cantidad, como 3, 5 o 10 dólares, que es lo que cuesta un café con leche, una comida fuera o un café. Para dejar una propina, haz clic aquí


Traductor: Martín Bobadilla

 


La teología cristiana considera al ser humano como una criatura que está a la vez dentro y fuera de la naturaleza, del mundo material. Aunque abundan excepciones tan antiguas como Lucrecio, esta creencia también se encuentra fuera de la fe cristiana. Hasta donde sabemos, los seres humanos son las únicas criaturas que se distinguen de este modo. Mary Oliver, conocida sobre todo por su poemario American Primitive (Atlantic/Little, 1983), ganador del premio Pulitzer, cree que los animales se alegran de estar vivos en este mundo, pero sabe que no cuestionan su lugar en él. Dada esta diferencia entre nosotros y el resto del cosmos, es razonable preguntarse si la naturaleza puede decirnos algo significativo sobre nuestro yo espiritual o conducirnos a Dios.

Los poemas de Oliver —anclados en descripciones minuciosas y atentas del mundo natural, van más allá de lo físico para plantearse la naturaleza de Dios y de los seres humanos, y las posibilidades de la vida después de la muerte. Sus obras detallan la belleza, fragilidad, crueldad y bondad del mundo natural. De él extrae pistas sobre la vida humana, y su atención le permite descubrir maravillas —tanto gloriosas como terribles— que, de otro modo, le pasarían desapercibidas. Al formarla para recibir el mundo como un regalo, la atención hace que Oliver se adentre cada vez más en las profundidades del mundo. La sorprenden las revelaciones, la conmueve la belleza, la consuela la satisfacción de una criatura consigo misma, la instruye su consentimiento voluntario a ser lo que le ha sido dado ser. Imaginando una conversación con un zorro, cuenta que éste le dijo, «Tú te preocupas por la vida con tus palabras inteligentes, reflexionando y masticando su significado, mientras que nosotros [los animales] simplemente la vivimos».1 Si la naturaleza puede justificar conclusiones espirituales definitivas, la obra de Oliver debería ofrecer una guía.2

Atención concentrada

En el centro de su obra se encuentra una paradoja: su creciente asombro ante un mundo que observa una y otra vez. En Thirst, Oliver describe esta paradoja como «quedarse quieta y aprender a asombrarse» (el énfasis es nuestro).3 Como aprende quedándose quieta, Oliver demuestra que el asombro es a la vez natural y cultivado. Su sensibilidad, perfeccionada por la atención repetida a las mismas cosas de siempre, es un don innato del temperamento unido al trabajo disciplinado. «Todo el mundo», insiste, «debería nacer en este mundo feliz / y amarlo todo. / Pero la verdad es que rara vez es así. / En lo que a mí respecta, me he pasado la vida clamando por ello».4 Su método de clamor —«la atención concentrada»— aunque se detiene en el mundo material, penetra en las vistas del espíritu.

Por ejemplo, Oliver medita largamente sobre las rosas, cuyo consentimiento práctico a la vida y a la muerte «desde el primer capullo hasta la flor madura, el declive y la muerte» —revela una virtud que ella misma repetiría. «Las últimas rosas», señala, «han abierto sus fábricas de dulzura / y la están devolviendo al mundo. / . . . No me importaría ser una rosa / en un campo lleno de rosas. / El miedo aún no se les ha ocurrido, ni la ambición. / … Tampoco preguntan cuánto tiempo deben ser rosas, y después qué».5/ …Para Oliver, las rosas son extraordinarias precisamente porque aceptan ser exactamente lo que son. Las posibilidades de la belleza residen en ese consentimiento. Para que la belleza de las rosas entre en este mundo, las propias rosas deben consentir en la corriente de la vida material. Hacia un consentimiento similar clama, comentando: «Despierto con sed / de la bondad que no tengo».6 Insistiendo en que «todas las cosas bellas, inherentemente, tienen esta función: / excitar a los espectadores hacia el pensamiento sublime»,7 Oliver reflexiona sobre las rosas hasta que brilla su sublime intrepidez.

La naturaleza atrapa tanto a Oliver porque su temperamento coincidió con sus circunstancias para formar su alma. Por su temperamento sensible a la belleza de la naturaleza, Oliver desarrolló un profundo afecto por ella durante la infancia, en parte porque los bosques eran un santuario de su abusivo hogar.8 Niña tranquila y reflexiva, creció hasta convertirse en una astuta observadora de la naturaleza, haciéndose más meditativa al meditar sobre ella. Además, siempre estaba leyendo. Hablando de sus autores favoritos, Oliver dice, «Con ellos vivo mi vida, con ellos entro en el acontecimiento, con ellos moldeo la meditación…Y no llevo a cabo esta confrontación alerta y amorosa por mí misma y sola, sino… con esta innumerable, fortificante, compañía, brillante como las estrellas en el cielo de mi mente».9 Para Oliver, las lecciones de la naturaleza son lo que son porque la observación y la lectura se combinaron para dar forma a su vida interior. Aparentemente, lo que el mundo natural puede decir sobre la humanidad o sobre Dios depende tanto de la persona que escucha como del propio mundo.

Trascendencia

Así, resistiéndose a la avaricia, Oliver recibe el mundo como un regalo. En House of Light (La casa de la luz), recuerda un momento en el que cogió entre las palmas de sus manos un diminuto pez aguja, admirando la luz que reflejaba su cuerpo. Al observar los esfuerzos del pez por reclamar su libertad acuática, escribe, «Abrí las manos —/ como una promesa / que mantendría toda mi vida, / y lo he hecho —/ y lo dejé marchar».10 Al renunciar al control, descubre que el mundo se le entrega en experiencias profundas que de otro modo serían imposibles —un encuentro matutino con dos ciervos tan desarmados por su quietud que uno de ellos la toca con la nariz.11

Incluso los esqueletos de los peces muertos ofrecen indicios de trascendencia, una belleza intrincada que sugiere un diseño. «No creo», insiste, «que fuera solo un revoloteo / en la oscuridad, / por mucho tiempo que pasara».12 Puede que el azar esté actuando, pero no es mera casualidad. El mero espectáculo de lo que existe sugiere una mente fecundamente robusta: un gran artista, embriagado por las posibilidades de la vida, vomita seres con alegre abandono.13 A menudo se queda atónita ante las criaturas que persisten a pesar de las dificultades, pájaros que sobreviven a inviernos brutales,14 tortugas que se agotan para poner y asegurar sus huevos,15 «la determinación de la hierba para crecer a pesar de los interminables obstáculos».16 Este gran empuje para mantener el flujo de la vida supera la vida particular de la criatura individual.17

Muerte inexorable

A pesar de su admiración reverente y abierta, Oliver ve hasta qué punto la vida depende de la muerte. Los búhos matan conejos, las grullas se comen a los peces y los perros a veces se ensañan con las gaviotas. Ella misma forma parte de este patrón y vive de los peces y otras criaturas que ocupan los estanques y el océano alrededor de Provincetown, Massachusetts. Que la vida de una criatura exija la muerte de otra abre un misterio sobre la naturaleza divina. Recordando a Teilhard de Chardin, Oliver afirma que «el dilema espiritual más angustioso del hombre es su necesidad de alimento, con sus inevitables vínculos con el sufrimiento».18 Basándose únicamente en la observación, uno podría concluir fácilmente que la muerte, incluso la muerte violenta, nunca perturba la mente divina. Sin embargo, para cualquier ser humano reflexivo, este estado del mundo es preocupante. Además, por muy estoicamente que aceptemos la muerte de los animales, nos resulta mucho más difícil aceptar el fallecimiento de las personas que amamos.

Incluso las cosas no humanas que amamos —los árboles, por ejemplo— tienen un valor que hace que su pérdida sea desagradable. En un poema, Oliver reflexiona sobre la muerte de un roble que, con el paso de los años, se había convertido en un tesoro para ella. Al recordar los consuelos habituales, tropieza con el problema de la particularidad. No se trata de los robles per se, sino de este roble caído, desarraigado, con el corazón podrido y muerto, que es lo que ella amaba. Reflexionando sobre la pérdida de este árbol concreto, cuya forma y presencia, irrepetibles, han desaparecido para siempre, recuerda el mito de Osiris, que abandona su hogar y regresa tan cambiado que resulta irreconocible. Constata su insatisfacción: por muy bueno que sea el Osiris que regresa, el Osiris que se fue está permanentemente perdido. Esta pérdida no puede restaurarse con el regreso de un Osiris diferente ni con la pérdida de un árbol por otro del mismo tipo. Oliver apreciaba un árbol concreto. Pero ya no está.19 ¿Qué podemos hacer al respecto?

Este enigma nos lleva a reflexionar sobre la capacidad de la naturaleza para conducirnos a Dios. En una entrevista con Krista Tippet, Oliver admite que lleva toda la vida dudando de la doctrina cristiana de la resurrección, una doctrina que no tiene análogos en la naturaleza.20 Aunque el ciclo de las estaciones devuelve las rosas al rosal, devuelve otras nuevas. La cosecha de cada primavera es totalmente nueva, no renacen las flores de la primavera anterior. Más cerca de la cuestión, el animal que muere, aunque su disolución proporcione los materiales moleculares para otra criatura, nunca vuelve por sí mismo. Más exactamente, la persona que muere desaparece por completo. Así, Oliver pregunta a su lector, «¿Crees que existe algún / cielo personal / para alguno de nosotros? / ¿Crees que alguien, / al otro lado de esa oscuridad, / nos llamará, se referirá a nosotros?».21 Su pregunta es genuina. Aunque cree en Dios, como confía tanto en la naturaleza como maestra, realmente no puede decir si una persona puede persistir después de la muerte o cómo.

En la misma entrevista, expresa su admiración por Lucrecio y su teoría de la disolución y reorganización atómica. Le reconforta pensar que los átomos que la componen, una vez disueltos, se reorganizarán en los cuerpos de otras criaturas. Según ella, ésta es una forma convincente de vida después de la muerte. Sin embargo, la afirmación de consuelo de Oliver me desconcierta porque la filosofía lucreciana, aunque ve la vida en sí misma como perpetua, no ve ningún ser vivo en particular como tal. No plantea la continuación de la conciencia particular que es Oliver, sin la cual no puede decirse que viva. Por mucho tiempo que persistan los átomos que la componen, si no lo hacen en una forma que sustente su conciencia, entonces deja de existir, perdida para el mundo y para Dios. Para que Oliver viva después de morir, su alma debe volver a su propio cuerpo. Solo la doctrina cristiana de la resurrección ofrece esta esperanza.

Una esperanza definitiva

Por supuesto, la cuestión no es si la doctrina cristiana de la resurrección o la doctrina lucreciana de la reorganización atómica ofrece mayor consuelo, sino si Cristo o Lucrecio ofrecen un relato verdadero de la existencia humana y de la vida eterna. Cuestión que nos lleva a los límites de la naturaleza, revelando su insuficiencia como modelo para el corazón humano. «La atención», escribe Oliver, «es el principio de la devoción»,22 y con esa devoción comienza y termina. Admirablemente atenta al don divino del mundo material, a sus susurros espirituales, está maduramente preparada para recibir la sabiduría que ofrece la naturaleza, su espíritu amable y veraz está marcado por la humildad, la gratitud y el asombro. Sin esta sabiduría, sin su poesía como invitación a esta sabiduría, nuestro mundo sería un lugar inferior. Mi propia vida espiritual carecería de la luz que proporciona su aguda espiritualidad. Pero sigue habiendo un punto más allá del cual la naturaleza no puede llevarnos; porque nada en la naturaleza garantiza la persistencia de una vida concreta después de la muerte; nada habla sin ambigüedades del amor de Dios. La naturaleza ofrece vislumbres, indicios de una naturaleza divina y suficiente verdad y belleza para inspirar un profundo asombro. Tales indicios pueden preparar el alma para la revelación, fomentando la quietud, la gratitud, la reverencia y el amor.

Sin embargo, si la naturaleza fuera suficiente, Cristo sería superfluo. San Buenaventura afirma que «hemos sido creados de tal manera que el mismo universo material es una escalera por la que podemos ascender a Dios».23 Pero también insiste en que «no podemos elevarnos por encima de nosotros mismos a menos que un poder superior nos eleve», un poder que identifica con Cristo, en quien tenemos la esperanza definitiva de la vida frente a la muerte.24 Por ser la verdad encarnada y trascendente, Cristo anula las normas de la naturaleza. No tenía precedentes. Así, sus discípulos, hombres íntimos del mundo natural, se quedaron atónitos ante su resurrección. La naturaleza no anticipaba este acontecimiento. Por eso Pablo fue considerado loco por muchos de sus testigos. Los hombres y mujeres del mundo antiguo sabían, tan bien como nosotros hoy, que los muertos no resucitan. Para ello se requiere un poder superior al que puede reunir la naturaleza. Ningún ciclo del agua, ninguna rueda de las estaciones, ningún patrón de crecimiento y decadencia puede resolver el predicamento de la mortalidad humana. Es Cristo, o es Lucrecio. Porque ofrecen cosas diferentes.

Stephen Mitchell escribe y enseña inglés en Carolina del Norte. Es doctor en Humanidades.

Notas: 

  1. Mary Oliver, «Good-bye Fox», A Thousand Mornings (New York: Penguin Books, 2012), 14.
  2. Nota de los editores: La difunta poeta Mary Oliver, cuyo trabajo fue «profundamente resonante con la conciencia lesbiana contemporánea», no profesaba ninguna relación formal con la fe cristiana histórica. Tina Gianoulis, «Oliver, Mary (n. 1935)», GLBTQ, c. 2005, http://www.glbtqarchive.com/literature/oliver_m_L.pdf; Mary Oliver, «I Got Saved by the Beauty of the World», On Being con Krista Tippett, 5 de febrero de 2015, https://onbeing.org/programs/mary-oliver-i-got-saved-by-the- belleza-del-mundo/; Ruth Franklyn, «What Mary Oliver’s Critics Don’t Understand: For America’s Most Beloved Poet, Paying Attention to Nature Is a Springboard to the Sacred», New Yorker, 20 de noviembre de 2017, https://www.newyorker.com/magazine /2017/11/27/ what-mary-olivers-critics-dont-understand.
  3. Mary Oliver, «Messenger», Thirst (Boston: Beacon Press, 2006), 1.
  4. Mary Oliver, «Halleluiah», Evidence (Boston: Beacon Press, 2009), 19.
  5. Mary Oliver, «Roses, Late Summer», House of Light (Boston: Beacon Press, 1990), 66–67.
  6. Oliver, «Thirst», Thirst, 69.
  7. Oliver, «Evidence», Evidence, 43.
  8. Oliver, «I Got Saved by the Beauty of the World».
  9. Mary Oliver, «Sister Turtle», Upstream: Selected Essays (New York: Penguin Books, 2016), 57–58.
  10. Mary Oliver, «Pipefish», House of Light (Boston: Beacon Press, 1990), 38.
  11. Oliver, «The Place I Want to Get Back To», Thirst, 35–36.
  12. Oliver, «Fish Bones», House of Light, 50.
  13. Oliver, «Fish Bones», House of Light, 50–51.
  14. Oliver, «Herons in Winter in the Frozen Marsh», House of Light, 68–69.
  15. Oliver, «Sister Turtle», 51–56.
  16. Oliver, «Evidence», 44.
  17. Oliver, «To Begin With, the Sweet Grass», Evidence, 37.
  18. Oliver, «Sister Turtle», 56.
  19. Oliver, «The Oak Tree at the Entrance to Blackwater Pond», House of Light, 52–53.
  20. Oliver, «I Got Saved by the Beauty of the World».
  21. Oliver, «Roses, Late Summer», 66.
  22. Oliver, «Upstream», Upstream, 8.
  23. St. Bonaventure, The Journey of the Mind to God, trad. Philotheus Boehner, O.F.M. (Indianapolis, IN: Hackett Publishing, 1956), 5.
  24. St. Bonaventure, The Journey of the Mind to God., 5–7.
Loading
Share This