El martirio de Policarpo

Author:

Louis Markos

Article ID:

JAF1222LMSP

Updated: 

Oct 3, 2023

Published:

Dec 20, 2022

Traductor: Martín Bobadilla

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Los cristianos tienen una gran deuda con el historiador de la iglesia del siglo IV Eusebio Pánfilo, obispo de Cesarea, por legarnos su «Historia de la Iglesia» de los tres primeros siglos del cristianismo. Aunque algunos estudiosos modernos ponen en duda la fiabilidad de Eusebio por su apoyo acrítico a Constantino y la dureza con que combate la herejía cristiana, la fiabilidad de Eusebio se ve respaldada por el hecho de que gran parte de su obra es un pastiche de documentos primarios a los que añade sus propios comentarios. También se ve reforzada por la frecuencia con la que corrobora sus fuentes cristianas citando fuentes judías y paganas.

De obispos y mártires

Además de relatar una serie de herejías de la iglesia primitiva y cómo fueron derrotadas por el razonamiento lógico y el discernimiento espiritual de una valiente cohorte de obispos y apologistas, Eusebio organiza su historia en torno a dos temas principales: la sucesión apostólica y el martirio. Eusebio elabora minuciosamente listas de los obispos de ciudades clave como Roma, Jerusalén, Antioquía, Esmirna, Éfeso y Alejandría. Dado que uno de los deberes de los obispos era mantener pura la doctrina de la iglesia, solo una sucesión apostólica segura podía garantizar esa pureza.

En cuanto al tema del martirio, Eusebio ofrece una lista de héroes muy distinta a la de las historias grecorromanas de Heródoto, Tucídides, Jenofonte, Polibio, Livio y Plutarco. En lugar de los grandes generales, soldados y estadistas, Eusebio celebra a un humilde grupo de hombres y mujeres que nunca lucharon ni se rebelaron contra Roma, que practicaron la resistencia pasiva contra sus enemigos, a menudo malvados, y que vivieron con literal abandono el llamamiento del Sermón de la Montaña a amar a los enemigos y poner la otra mejilla.

Entre los relatos de mártires que conserva Eusebio destaca el de Policarpo, un leal y digno discípulo del Señor que tuvo la triple distinción de ser obispo de Esmirna (actual Izmir, Turquía), amigo y corresponsal de otro obispo-mártir, Ignacio de Antioquía, y discípulo nada menos que del apóstol Juan. Aunque Eusebio data el martirio de Policarpo en torno al año 166, durante la cuarta persecución de Marco Aurelio, la mayoría de los eruditos modernos lo sitúan una década antes.

Eusebio no era el único que consideraba a Policarpo el mártir perfecto. De hecho, el relato del martirio del obispo de Esmirna se convirtió en una especie de modelo para todos los martirios futuros. El relato que ha llegado hasta nosotros fue escrito por un testigo ocular, y yo lo transmitiré como si fuera ese testigo ocular, ciñéndome fielmente a los detalles del texto, pero contándolo con mis propias palabras. Nosotros, que somos bendecidos por vivir en una época y un país donde los cristianos no son martirizados por su fe, haríamos bien en meditar sobre el valor, la fidelidad y la resistencia de Policarpo.

El sueño en llamas de Policarpo

Quisiera compartir ahora con ustedes, mis queridos hermanos y hermanas en Cristo, la triste pero triunfante historia del martirio de Policarpo. Bien llamado era nuestro amado obispo de Esmirna; «mucho fruto» es lo que su nombre significa en griego, y eso es precisamente lo que ha hecho, tanto en su ministerio en la iglesia como en la gloriosa forma de su muerte.

Hay quien afirma que Policarpo albergaba deseos de morir, pero nada más lejos de la realidad. Cuando se le aconsejó que huyera de la ciudad para evitar ser arrestado, juzgado y ejecutado, obedeció humildemente. Pero la huida no iba a ser el destino que Dios le asignara. Policarpo lo supo por un sueño profético que le fue concedido por el cielo. En su sueño, yacía en cama sobre una almohada en llamas. Cuando despertó, todavía podía ver vívidamente en su mente la imagen de esa almohada reducida a cenizas; fue entonces cuando nos anunció que moriría, no por las fieras, sino por el fuego.

Valiente pero humilde

Cuando Policarpo tuvo claro que no podría escapar de la hora señalada, esperó pacientemente en su casa a que los guardias romanos vinieran y lo condujeran a la arena. No eran hombres malos, estos soldados de Roma. De hecho, cuando Policarpo les pidió una hora para rezar, accedieron amablemente. En cambio, el venerable Policarpo oró sin cesar durante dos horas. En sus oraciones, oró por todos los creyentes que conocía y amaba, y por todas las iglesias a las que había servido. Los guardias, todos y cada uno, estaban asombrados por sus oraciones, impresionados por la piedad y el fervor de este anciano.

Ni una sola vez Policarpo habló con dureza a los guardias o les acusó de seguir órdenes erróneas. Al contrario, se comportó como un perfecto anfitrión, atendiendo a sus necesidades y saciando su hambre y su sed con comida y vino. Policarpo sabía bien que su enemigo no era ni los guardias ni los funcionarios que los habían enviado, sino Satanás, príncipe de este mundo y verdadero enemigo de Dios y de los hombres.

Al igual que nuestro bendito Salvador, el padre Policarpo fue conducido a su pasión en un asno. Sobre esa humilde bestia, Policarpo cabalgó hacia la arena donde encontraría tanto su muerte como su nuevo nacimiento. Cuando entró en el estadio y observó los rostros de los austeros oficiales y de la multitud sedienta de sangre, miró al cielo y oyó la voz de Dios que le hablaba como un trueno: «Sé fuerte, Policarpo, y compórtate como hombre».

¡Fuera los ateos!

Cuando el gobernador romano fue informado de la identidad de Policarpo, le rogó que se retractara de su fe y prestara juramento por la diosa de la fortuna. Policarpo permaneció en silencio, y el gobernador le suplicó por segunda vez que renunciara a la falsedad y dijera: «¡Fuera los ateos!». Al oír esto, el ceño de Policarpo se ensombreció e hizo un gesto con la mano a la multitud de paganos burlones. «Fuera los ateos», dijo con calma, desafiando a todos los tronos y principados que se oponen al único Dios verdadero, a su Hijo unigénito y a su Espíritu Santo. Fue un momento glorioso que me hizo llorar, aunque provocó airados murmullos entre la multitud.

Sin embargo, aunque un espíritu de odio y envidia se levantó de los espectadores en la arena, el propio gobernador mantuvo la calma y continuó presionando a Policarpo para que se retractara. El gobernador no era un hombre malvado; solo cumplía con su deber como le parecía oportuno. Policarpo se dio cuenta de ello y no le dirigió palabras duras. Más bien, en respuesta a las repetidas súplicas del gobernador de que renunciara a Cristo, Policarpo le dijo amablemente: «Durante ochenta y seis años he servido a mi Señor, y Él no me ha hecho ningún mal. ¿Cómo puedo entonces blasfemar contra mi Rey y mi Salvador?»

Perlas delante de los cerdos

Una última vez, el gobernador imploró a Policarpo que se apiadara de sí mismo y de sus muchos años y jurara por todos los dioses que no era seguidor de Cristo. Fue entonces cuando Policarpo enderezó la espalda, levantó la barbilla y habló con voz clara como una campana: «Os declaro que soy cristiano, y os digo además que, si queréis saber más de Cristo, no tenéis más que nombrar el día, y os hablaré de su nacimiento, de su ministerio, de su muerte y de su resurrección».

«Vamos», dijo el gobernador, «volveos ahora y contad todas estas cosas a la multitud».

«No puedo hacer eso, mi señor, pues mi Maestro me ha ordenado no echar perlas a los cerdos. Con vos, hombre de honor y gravedad, discutiría felizmente los sagrados asuntos de Dios y sus medios de salvación, pero traería el descrédito sobre tales asuntos si los hablara en este lugar y ante gente de tan dura cerviz. Sepa esto, señor gobernador, que mi Señor me ha enseñado a mí y a todos los creyentes a respetar a aquellos que han sido puestos en autoridad sobre nosotros. Tenéis mi respeto, y con gusto hablaré con vos en privado. Pero no me obligues a tratar con desprecio las cosas de Dios».

Otro Poncio Pilato

Hermanos, se nos ha enseñado en los santos evangelios que Poncio Pilato declaró inocente de todo delito a nuestro Señor, pero que la multitud le presionó para que crucificara a Jesús. Así que aquí, el gobernador intentó por todos los medios encontrar la manera de liberar a Policarpo. Sin embargo, cuando Policarpo se negó a retractarse, el gobernador, como Pilato antes que él, cedió a la voluntad de la multitud y a sus propios temores cobardes. Ambos gobernadores sabían que el «criminal» llevado ante ellos era inocente; sin embargo, ambos gobernadores eligieron el camino del mal y endurecieron sus corazones contra la verdad.

«Retráctate, Policarpo», gritó el gobernador en voz alta para que todos en la multitud pudieran oír, «o serás arrojado a los leones».

«Que traigan las bestias, si es necesario», respondió Policarpo con un dejo de tristeza en la voz, «pero no es posible que yo cambie una buena manera de pensar por una mala. Más bien, es del todo justo y apropiado que abandone el camino del mal por el camino de la justicia».

De fuegos temporales y eternos

«Ten cuidado, Policarpo, o serás arrojado al fuego».

«El fuego con el que me amenazas, señor gobernador, es efímero y no puede hacerme ningún daño eterno. Después de un tiempo, el fuego que prendiste se apagará y será como si nunca hubiera existido. Pero quiero que sepas que hay otra clase de fuego, el fuego del juicio; ese fuego, mi señor, arde eternamente y nunca se apaga. Ese es el fuego que espera a las almas de los impíos. Que todos tengan cuidado. Pero vamos, estamos perdiendo el tiempo. Si hay algo que quieras hacerme, que sea ahora. Estoy listo».

Entonces, hermanos, nuestro amado Policarpo fue tomado del brazo y llevado a la muerte. Sin embargo, mientras se acercaba al centro de la arena, su rostro irradiaba alegría, valor y gracia. Cuando la multitud vio su intrépida sonrisa y percibió con qué ecuanimidad afrontaba su muerte, se ensañaron e insistieron en que fuera despedazado por los leones.

Pero no fue así. Dios ya le había dicho a Policarpo, por medio de su sueño de la almohada en llamas, que su muerte le llegaría por el fuego y eso fue lo que sucedió. Como la parte del programa relativa a las fieras ya había concluido, el gobernador no tuvo más remedio que ordenar la muerte de Policarpo en la hoguera.

Todo un holocausto para Dios

Los guardias ataron a Policarpo a la hoguera y se prepararon para clavarlo en la estaca también. Cuando Policarpo les preguntó por qué debían clavar a un hombre que ya estaba atado, le respondieron que era para evitar que se acobardara cuando el fuego empezara a consumir su carne. «No hay necesidad de clavarme a la estaca», dijo Policarpo con seguridad. «El mismo Dios que me da la fuerza para soportar bajo el fuego me dará la fuerza para no acobardarme al contacto de las llamas».

Mientras contemplaba este espectáculo, mis queridos hermanos y hermanas en el Señor, me parecía como si un noble e impecable carnero hubiera sido elegido de entre un numeroso y poderoso rebaño para ser sacrificado al Señor como holocausto.

Entonces, atado, pero no clavado en aquella sombría estaca de madera, el tres veces digno Policarpo levantó los ojos al cielo y oró. «Oh Dios poderoso y santo, Padre de nuestro Salvador Jesús y Señor de los ángeles, tú que creaste todas las cosas de la nada y las llamaste buenas, te doy gracias porque me has considerado digno de morir hoy por tu Hijo y tu Evangelio. Ahora permíteme participar en el cáliz de tu Mesías y así participar también en su gloriosa resurrección de entre los muertos. Que pueda ser para ti un sacrificio rico y aceptable y así resucitar en cuerpo y alma, por el poder del Espíritu Santo, para morar en el paraíso junto con los otros santos mártires a quienes consideraste dignos de compartir la Pasión de Cristo. Toda alabanza sea para ti, Dios de lo alto, junto con tu Hijo y Espíritu Santo, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén».

Reliquias más preciosas que el oro

Cuando Policarpo terminó su oración, el fuego ardió y formó un muro a su alrededor. Mientras lo contemplaba con asombro y admiración, me pareció como si nuestro amado obispo estuviera en una cámara sagrada o dentro de la vela de un barco enrollada por el viento. O también, al mirar con más atención, se me aparecía como una hogaza de pan cociéndose en el horno o un lingote de oro refinándose en un horno ardiente.

Cuando los guardias se dieron cuenta de que el fuego no podía quemar ni tocar la sagrada carne de Policarpo, uno de ellos introdujo una lanza a través del fuego y atravesó el cuerpo de Policarpo. Inmediatamente, lo que parecía una paloma voló hacia arriba seguida de un torrente de sangre tan grande que apagó las llamas.

Ante esto, nos apresuramos a salvar el cuerpo de Policarpo para darle cristiana sepultura; pero eran tan grandes los celos y la envidia de la multitud, y del demonio que los poseía, que no nos permitieron llevarnos el cuerpo hasta que hubiera sido quemado por completo. Aun así, pudimos recuperar sus huesos, que para nosotros eran más preciosos que las joyas y más finos que el oro puro, y depositarlos en una tumba. Cada año, en el aniversario de su muerte —es decir, de su nuevo nacimiento a la gloria— nos reunimos junto a su tumba y celebramos su martirio.

Aprender de Policarpo

Aunque los que vivimos en Estados Unidos en el siglo XXI no tenemos por qué temer ser martirizados como Policarpo, podemos aprender de su valiente resolución y de su fe inquebrantable para decir la verdad de Cristo con amor a los que están en el poder. Policarpo triunfó porque oró por sus enemigos, aunque abusaran de él, mostró respeto a la autoridad gubernamental, aunque testificara audazmente del Evangelio, y llevó la cruz de Cristo sin dejar de ser un humilde siervo del Señor.

Al igual que Jesús, Policarpo habló abiertamente a todos los que tenían oídos para oír, pero no permitió que el mensaje de la gracia fuera tratado con desprecio. Sus respuestas a sus acusadores son tan agudas retóricamente como las de Jesús o Pablo, pero nunca desciende al cinismo o a la intimidación. Y recuerda en todo momento que su verdadero enemigo es Satanás.

Mártir en griego significa «testigo», y Policarpo, con sus palabras y acciones, dio doble testimonio de la transformación que Cristo operó en su vida. ¡Que nosotros hagamos lo mismo!

Louis Markos es profesor de inglés y becario residente en la Houston Christian University (antes Houston Baptist), ocupa la cátedra Robert H. Ray de Humanidades; entre sus 25 libros figuran Apologetics for the 21st Century (Crossway, 2010), Atheism on Trial (Harvest House Publishers, 2018), The Myth Made Fact (Classical Academy Press, 2018) y Ancient Voices: An Insider’s Look at the Early Church (Stone Tower, 2022), del que se ha extraído el relato del martirio de Policarpo.

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