¡Vaya a la iglesia! Cómo vivir el año eclesiástico puede ayudarle a controlar su vida, su fe y su familia.

Author:

Anne Kennedy

Article ID:

JAF2302AKSP

Updated: 

Oct 3, 2023

Published:

Feb 1, 2023

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Traductor: Juan Flavio de Sousa


«¿Quieres uno?» pregunté, tendiéndole el poco atractivo calendario litúrgico que mi iglesia regala en enero. Mi presa se inclinó hacia mí para susurrarme: «Se ha equivocado de funeraria». Confundido, eché un vistazo a la portada. Aparte de la sencilla foto de nuestra nave, lo único que podía ver era un bloque de letras diminutas: el nombre de la iglesia, el año, la dirección y luego, sí, nuestro calendario lleva el nombre de una funeraria local en la portada. La persona a la que intentaba endilgar este «regalo» administra un establecimiento similar dos pueblos más allá. «Lo siento mucho», le susurré, «tienes razón».

Sea cual sea la funeraria, es apropiado que el calendario por el que mi iglesia local juzga el tiempo provenga de un lugar que se ocupa de las intimidades de la muerte. «Enséñanos de tal modo a contar nuestros días», rezaba el gran profeta Moisés en el Salmo 90, «que traigamos al corazón sabiduría» (Salmo 90:12).1 La petición se sitúa en el centro de su meditación sobre la transitoriedad de la criatura comparada con el poder eterno de Dios. Nuestros días se acaban «como un pensamiento» (Sal 90:9), «pronto pasan  y volamos» (Sal 90:10). Para la gente moderna que se empeña en separarse de cualquier signo de muerte, puede parecer morboso pedir a Dios que te muestre lo corta que será tu vida.

Peor aún, para muchas personas como la joven madre que vuelve a preparar otra comida, aquellos que padecen enfermedades crónicas o el creciente número de personas que sufren ansiedad mental y emocional, el esfuerzo de «enumerar» los días puede parecer cruel. Me levanto y hago las mismas tareas una y otra vez —bañarme, comer, trabajar— para volver a hacerlas mañana. Me resisto a estos impulsos cíclicamente monótonos. Debería estar yendo a alguna parte, logrando algo o —esa esperanza tan difícil de alcanzar— prosperando.

¿Hay alguna forma de escapar de esta rutina? La respuesta es simplemente sí: considerando el día de tu inevitable muerte. Pero ¿cómo hacerlo? Siguiendo el año eclesiástico en compañía de otros creyentes. En otras palabras, yendo a la Iglesia

El viaje: ¿Qué domingo es?

«Y este día os será en memoria, y lo celebraréis como fiesta solemne para Jehová durante vuestras generaciones; por estatuto perpetuo lo celebraréis» (Éxodo 12:14).

El corazón del año eclesiástico es la vida, muerte, resurrección y ascensión de Jesús. Si Jesús no hubiera nacido, muerto y resucitado, no te levantarías de la cama y te arrastrarías a una catedral gótica o a una cafetería escolar para estar con otros cristianos. El trabajo de celebrar Su vida –desde el momento en que naces hasta el momento en que mueres– es el telón de fondo espiritual, la meditación práctica de esa difícil línea del salmo de Moisés: «Porque mil años delante de tus ojos son como el día de ayer» (Salmo 90:4). Dios no está dentro del tiempo, pero entró en él haciéndose hombre y asumiendo nuestros problemas y enfermedades.

Esos problemas alcanzaron su punto álgido miles de años antes de que Él naciera. Faraón, amargamente terco hasta el final, a la postre se rindió y dejó ir al pueblo de Israel. Con su tierra en ruinas, el escurridizo premio de esclavizar a los descendientes de Jacob se le escapó de las manos. En un movimiento vertiginoso del tiempo y la eternidad, Dios reinició el calendario y orientó la vida de su pueblo hacia la Promesa venidera que los rescataría no solo del trabajo penoso, sino de la esclavitud del pecado y la muerte: «Habló Jehová a Moisés y a Aarón en la tierra de Egipto: diciendo: Este mes os será principio de los meses; para vosotros será este el primero en los meses del año» (Éxodo 12:1-2).

Siglos más tarde, la temprana Iglesia no tardó en entender que la Pascua del Señor siempre apuntaba, año tras año, fiesta tras fiesta, al total cumplimiento de la promesa divina de descanso y salvación. En esa misma fiesta, a la hora en que se sacrificaban los corderos conmemorativos, Jesús se entregó para morir por nosotros. Y entonces, cuando resucitó de entre los muertos, ese domingo se convirtió, por puro razonamiento bíblico, en el «Día del Señor» (1 Corintios 16:1-2; Apocalipsis 1:10). Nuestro Señor salió de su tumba con la primera luz de ese amanecer y, de nuevo, el mundo ajustó sus calendarios. Ese se convirtió —para nosotros— en el primer año, el punto central de nuestra redención.

Por eso, en mi escuela dominical saco un rompecabezas llamado Calendario Litúrgico y tiro todas las piezas al suelo. Me siento allí y pido a los niños que coloquen las pequeñas piezas en sus ranuras en el orden correcto. «¿Qué va primero?» pregunto. Eligen cuatro trocitos de madera pintada. Entonces me detengo y me corrijo. «Uy», digo, «tendríamos que haber hecho primero las Fiestas». Hay tres: Navidad, Pascua y Pentecostés. Las encajamos y añadimos las cuatro azules (o moradas) del Adviento, las seis moradas de la Cuaresma, los siete domingos blancos de Pascua y luego todas las verdes del tiempo ordinario. Cada una de las 52 semanas ocupa su lugar en una extraña unión entre el círculo de las estaciones y la progresión del tiempo hacia el regreso de Cristo para juzgar a vivos y muertos.

El destino: La esperanza de nuestra salvación

«Por la fe Abraham, siendo llamado, obedeció para salir al lugar que había de recibir como herencia; y salió sin saber a dónde iba. Por la fe habitó como extranjero en la tierra prometida como en tierra ajena, morando en tiendas con Isaac y Jacob, coherederos de la misma promesa; porque esperaba la ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios» (Hebreos 11:8-10).

Del mismo modo que la Iglesia descubrió rápidamente que la Pascua era la prefiguración de la cruz, el exilio de Abraham de su patria para residir en la tierra prometida —un tipo recapitulado a lo largo del Antiguo Testamento— encuentra su verdadero y total cumplimiento en la vida terrenal de Jesús. Él deja la diestra del Padre y viene a un pueblo extraño en una tierra extraña. Viene a reclamar una herencia, una Esposa para Él. Pero entonces, cuando cruzas repetidamente el umbral de tu iglesia local y te acercas a comulgar, después de escuchar (ojalá) una clara explicación de esta misma historia, descubres que Él es tu herencia. Ese viaje —de desconocido a conocido, de extraño a amigo— está determinado por el estudio cíclico de las Escrituras a lo largo del año.

Ese estudio comienza cada año con uno de los tres Evangelios sinópticos, entrelazado con las profecías del Antiguo Testamento sobre el nacimiento de Cristo, todo un mes en Navidad.2 En enero, aunque el año aún es joven, ya estoy agotado por la representación navideña, un bullicioso asunto de pastorcillos con palos y errantes ovejas pequeñas.3 Si sobrevivo a la representación, me quedan ocho (y doce) días enteros de fiesta. Algunos teólogos creen que la  Octava de  Navidad —que originalmente incorporaba las fiestas de San Esteban, San Juan y Santiago, San Pablo y San Pedro— se adaptó de la conmemoración macabea de Janucá.4 Técnicamente, ni siquiera debería empezar a pensar en ayunar hasta después del 2 de febrero, la fiesta de la dedicación de Jesús. Esa larga temporada de júbilo, sin embargo, es solo una sombra de los tres días más sagrados del año, que van del Jueves Santo al Domingo de Resurrección. A lo largo del desmontaje de la Mesa del Señor hasta su adorno festivo con lirios y velas, se podría narrar la historia de la salvación en tiempo pasado. Sucedió. Pero la realidad es que está dando forma — en tiempo presente—  a cada aspecto de  tu vida en este momento. De la misma manera que la «Sala de la fe» de Hebreos 11 sorprende a los nuevos cristianos que se abren camino a través del Antiguo Testamento —se lamentan de que todas estas personas parecían pecadores incrédulos— la aplastante oscuridad del Viernes Santo siempre me deja perplejo. ¿Cómo pudo Dios someterse a la degradación de la tumba? La respuesta nos la da cada domingo la alegría ansiosa e inquietante de la resurrección.

Los amigos que se hacen en el camino: Aprender a añorar el hogar

«¡Cuán amables son tus moradas,

oh Jehová de los ejércitos!

Anhela mi alma y aun ardientemente

desea los atrios de Jehová;

Mi corazón y mi carne

cantan al Dios vivo.

 

Aun el gorrión halla casa,

Y la golondrina nido para sí,

donde ponga sus polluelos,

Cerca de tus altares, oh Jehová de los ejércitos,

Rey mío, y Dios mío» (Salmos 84:1-3).

 

La noche antes de morir, Jesús reunió a sus doce discípulos en el Aposento Alto e instituyó la Eucaristía, la Cena del Señor. En unos cincuenta días, saldrían de esa misma habitación como gigantes de la fe, apóstoles preparados para fundar la Iglesia. Aquella noche, sin embargo, sintieron que su amigo les abandonaba. Jesús les consoló con estas palabras: «No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios, creed también en mí. En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis. Y sabéis a dónde voy, y sabéis el camino». (Juan 14:1-4)

Alrededor del Templo, tan familiar para los acosados doce, había habitaciones útiles para el trabajo relacionado con el culto. Probablemente el Sumo Sacerdote en tiempos de Josías encontró la Biblia languideciendo en una de esas habitaciones (2 Reyes 22:8-10). Podrían ser ese tipo de habitaciones las que Jesús tenía en mente cuando dijo: «En la casa de mi Padre muchas moradas hay». Otros creen que se refería a los arreglos prácticos del matrimonio en el primer siglo. Un hombre «construiría una habitación» en la casa de su padre. No un cuarto de huéspedes para un extraño, ni un armario para guardar trastos, sino un lugar cómodo para vivir con las personas que más quiere: su mujer y sus padres. Esto puede no parecer muy interesante para los cristianos de hoy, pero sirve como paradigma útil para pensar en la iglesia.

Una comunidad espiritual de personas que se esfuerzan durante el año eclesiástico va a celebrar muchos cultos y a trabajar juntos. Van a comer en una habitación en la que resuenan los gritos de niños que corren a pesar de que se les ha dicho repetidamente que caminen. Van a tener que desempolvar y aspirar su santuario. Van a querer algún tipo de tecnología para mantenerse al día unos con otros durante sus tiempos de separación (la semana laboral). Querrán ser reverentes, pero también «sentirse como en casa» en el espacio en el que se reúnen semanalmente.

Toda la Iglesia reunida es la Esposa que Cristo compró para sí mismo en la cruz. Por lo tanto, hay espacio suficiente para todo el cuerpo místico de su pueblo fiel: niños pequeños, preadolescentes, jubilados, capaces, enfermos, funcionales, disfuncionales, confusos. Si ellos juntos empiezan a pensar en sus vidas como una peregrinación por el desierto en el camino hacia la Tierra Prometida, en lugar de un tiempo para trabajar en sus listas de cosas que hacer antes de morir, cambiarán gradualmente sus expectativas de ir a la iglesia. En lugar de ser una actividad entre muchas, según el tiempo lo permita, ir a la iglesia es como vivir en una pequeña habitación anexa al templo, o en una casa en el recinto familiar, o en una tienda inclinada lejos del Tabernáculo a la sombra del Sinaí. El ritmo de sus vidas está determinado por las inclinaciones y los hábitos de la comunidad de fieles. Esa comunidad no serán personas que ellos mismos elijan entre sus seguidores favoritos de TikTok. Más bien, serán personas que Dios coloca como su responsabilidad en sus mentes cansadas, como parte de su herencia celestial.

Para las personas que viven en un entorno tecnológico moderno, esto debería ser como entrar en otro mundo. Cuando la iglesia local se reúna para orar, adorar, estudiar y comer, querrás intentar encontrar la manera de estar allí. A veces no podrás hacerlo, en cuyo caso sentirás una vaga sensación de pesar, si no miedo real a perderte algo. Cuando lo consigas, tus hijos  —piensa en todos los niños del edificio, pertenezcan a quien pertenezcan, no como molestias, sino como personas cristianas interesantes — se dispersarán en busca de sus amigos, sin apenas mirar atrás. Cuando salgas, no te sentirás elevado a un éxtasis espiritual. Te sentirás tan cansado y abatido como cuando entraste. Esto se debe a que el misterio del cuerpo de Cristo se revela en las dificultades de la vida de los demás, en la oración desesperada por las personas a las que no crees conocer lo suficiente.

Llévese el calendario gratuito

 «De mañana sácianos de tu misericordia,

Y cantaremos y nos alegraremos todos nuestros días.

Alégranos conforme a los días que nos afligiste,

Y los años en que vimos el mal.

Aparezca en tus siervos tu obra,

Y tu gloria sobre sus hijos» (Salmos 90:14-16).

 

Todo el mundo tiene que seguir algún tipo de calendario. Si no sigues la vida y la muerte de Jesús, puede que la conmemoración del Día de San Valentín y la temporada de éxitos cinematográficos del verano sean la profundidad y la amplitud de tu relación con Jesús. Si no sigues las indicaciones del leccionario que acompañan al calendario litúrgico, es posible que las lecturas de las Escrituras de tu iglesia se elijan al azar, según las inclinaciones del pastor o de la junta de ancianos. Es posible que el Domingo de Pascua por la mañana escuches un sermón sobre un texto tomado de Levítico, en lugar de Juan 20. Muchas iglesias fieles entran en esta categoría. Pero sin un calendario para el año eclesiástico, con el tiempo la congregación puede perder de vista las expectativas que Jesús puso en sus seguidores: conformar sus vidas a la Suya. Los cristianos corrientes pierden la capacidad práctica de «contar sus días» cuando se apresuran a pasar de la última fiesta secular a la última moda cristiana. No están anclados espiritualmente en la verdadera razón por la que Jesús une a las personas en la Iglesia: hacer que su Novia se sienta a gusto en el hogar que está preparando para ella.

Es casi imposible lograr este ritmo de afianzamiento por uno mismo sin la ayuda de un grupo de personas en la vida real que también estén tratando de doblegarse a los extraños placeres de ese otro hogar. He observado una creciente insatisfacción en aquellos que intentan seguir el año eclesiástico de forma aislada, lejos de una iglesia. ¿Se puede? Claro que sí. Pero es posible que no quieras intentarlo porque pondrás los aspectos más básicos de tu vida en oposición a la comunidad local.

Fundamentalmente, cuando entras en una habitación llena de otros cristianos, por muy triste o ansioso que estés, gradualmente quieres sentir la profunda alegría del favor de Dios en la peculiar comunión de esas personas en particular. Solo Dios tiene el poder de conferir ese don. Él lo logra cuando usted se somete al trabajo y a la adoración de un congregación local distintiva. Si las Escrituras son el cimiento de esa congregación, la piedra angular, el fundamento seguro, cualesquiera que sean sus días especiales, sus fiestas y ayunos, la alegría obediente del cristiano en esa comunidad aligerará el camino y hará que el largo viaje parezca mucho, mucho menos que mil años.

Anne Kennedy, MDiv, es autora de Nailed It: 365 Readings for Angry or Worn-Out People, ed. rev. (Square Halo Books, 2020). Tiene un blog sobre actualidad y tendencias teológicas en Standfirminfaith.org.

 

NOTAS

  1. Todas las citas de las Escrituras están tomadas de la English Standard Version. (N. del T. En la traducción al español se utiliza la Reina Valera 1960). Un poco de búsqueda revela que la mayoría de los artículos sobre el tema del año eclesiástico comienzan con el Salmo 90:12. Mi favorito es uno de J. Brandon Meeks en The North American Anglican titulado “A Cruciform Calendar”, 18 de noviembre de 2019, https://northamanglican.com/a-cruciform-calendar/.
  2. Las discusiones sobre la fecha del nacimiento de Cristo continúan. Brandon LeTourneau apunta a evidencias de que los primeros cristianos tomaron la fecha del nacimiento de Jesús de una profecía de Hageo 2:18-19. Su artículo del 18 de diciembre de 2022 en The North American Anglican, “The Feast of Dedication: Christians and Chanukah”, es un fascinante trabajo de arqueología litúrgica, https://northamanglican.com/the-feast-of-dedication-christians-and-chanukah/.
  3. El Pesebre de Navidad apareció por primera vez en la historia cristiana en tiempos de San Francisco. San Buenaventura, al escribir sobre la vida de Francisco, describe una escena bastante fantástica. “Francis and the Crèche”, Franciscan Friars Conventual, https://www.franciscans.org/single-post/2017/12/20/Francis-and-the-Cr%C3%A8che.
  4. LeTourneau, “The Feast of Dedication: Christians and Chanukah.”
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